Crónica de carreras: George Blanco en Maratón de Chicago 2015

Antes de comenzar a desandar el relato del maratón (de mi complicada y accidentada maraton), quiero decir que estoy feliz por haberme convertido en un maratonista. Llegué a Chicago con muchas predicciones, algunas anotadas en el papel y otras dando vuelta en la cabeza, pero nada de eso salió. En cambio, lo que salió fue una carrera imprevista y llena de obstáculos, que me puso a prueba desde incluso varias horas antes de la largada.

Lo había dicho en mis notas previas, para mí los 42 kilómetros ya habían comenzado mucho antes, y tenían que ver con cierta maduración personal de la que estaba seguro a la hora de afrontar la prueba. Ahí ya no importaban los fondos, los trabajos en el kinesiologo y demás. Un amigo me había afirmado que esa maduración no tendría que ver con cuánto tiempo ocupara en llegar a la meta. En su momento subestimé aquellas palabras y seguí alimentando mi propio ego de corredor. “Vas a llegar como sea, ya estás listo”, me dijo mi amigo. Y así fue. Llegué como pude, no como quise. Empezando a trazar paralelismos entre el maratón y la vida (finalmente comprobé que, como suponía, son muchos), ¿Acaso en la vida hacemos todo como queremos o más bien como nos sale? Las cosas son como son, y en estos días de descanso con mi novia atravesando muchas veces la ciudad, aprendí a disfrutar de todo lo que me pasó, lo bueno y lo no tan bueno. Descansar una semana en esta ciudad increíble me sirvió para digerir todo lo que me pasó. Fue un debut maravilloso, el que tenía que ser.

La previa no fue fácil tampoco, y todo hacia prever el tipo de carrera que tendría. Llegamos a Chicago tres días antes del maratón, lo cual estuvo correcto ya que el viaje fue agotador y necesitaba estar descansado. Después de un primer día normal con algunos movimientos, el viernes sucedió el primer imprevisto: me enfermé. Si bien fue apenas una gripe, los dolores de cuerpo y unas pocas líneas de fiebre durante la noche del viernes hicieron que la incertidumbre aumentara y los miedos también. No por el hecho de abandonar de antemano, sino por el desempeño que podría tener el domingo. Paréntesis para la Expo, a la que asistimos ese mismo viernes y donde me olvidé por un rato de mi estado gripal. Nunca había visto algo igual en Buenos Aires y, según dicen, es la más fastuosa de las Expo Majors. Confieso, siguiendo con el relato, que el sábado pase muchos nervios. Las ganas de que el estado se fuera y volviera todo a la normalidad eran tan grandes que sentía el cuerpo cansado ya no sólo por la fiebre, sino también por esa sensación de stress previa. La variable ya no era sólo física sino también mental. O siempre había sido así. Quiero decir, fueron importantes todos y cada uno de los entrenamientos, pero al final la mente controla todo. Aquel día no estaba nervioso por el maratón en si mismo, más bien sabía que era una distancia que podía completar; sino porque quería estar bien para largar y en esa situación no sabía cómo podía reaccionar mi cuerpo en los distintos tramos. Era mi primera vez en 42 kilómetros. Gracias a mi novia que me cuidó -una vez más- especialmente ese día, en el transcurso de las horas fui sintiéndome mejor. La fiebre había pasado, ya no me sentía débil. Hice mis últimas ingestas de carbohidratos y a dormir.
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Me desperté 4 AM, y la primera sensación fue “Me siento muy bien”. Era verdad, aunque yo creía que me sentía bien para correr fuerte. En realidad, más tarde entendí que me sentía bien para hacer un sobre esfuerzo importante y reponerme de las dificultades, que me sentía bien para manejar la cabeza en los momentos más críticos. Que me sentía bien para llegar. Nada más, nada menos.

Las condiciones climáticas eran buenas aunque hacia un calor (15º para largar) inusual para la época. De la carrera en sí puedo decir que nunca caí de que estaba ahí hasta entrada la State Ave., después de la largada -imponente- sobre Columbus Drive. Esa avenida, la State, es tan clásica de Chicago, tan propia de los Estados Unidos de las primeras décadas del 1900, que ahí se me llenaron los ojos de lágrimas por primera vez. Además, allí fue cuando empecé a ver los mares de gente alentando cuál partido de NBA, MLB o NFL a los costados, con pancartas, disfrazados y con gritos ensordecedores para todos los corredores. ¡Estaba corriendo una Major!

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Después de recorrer todo el downtown y parte del Loop, llegamos al hermoso Lincoln Park, tal vez el barrio más lindo de Chicago. Su espíritu residencial y verde, fue como un oasis en un primer cuarto de carrera en donde era difícil manejar la ansiedad y no dejarse llevar por los miles de corredores. Luego siguieron barrios del oeste como West Loop y River North. Sabía que la clave estaba en llegar bien al barrio chino, más o menos en el km 21. Luego de ir hacia el sur, comenzaría el regreso hacia el Loop pasando cerca de Lakeshore. Fue ahí, en el Barrio Chino, donde comenzaron los problemas. Para el km 20 había pasado en 1h32m, más lento de lo planeado, pero dentro de los parámetros. En él kilómetro 21 se me fue el reloj y mientras intentaba seguir a unos pacer, los dolores incipientes en la rodilla izquierda (rótula o ligamento) se volvieron cada vez más fuertes. Corrí manteniendo el ritmo algunos kilómetros más, pero fue solo un intento. Ya estaba cerca del 5′ y en mi cabeza empezaron pasar muchas cosas. El recurrente miedo al debut y el “muro”, encima con una lesión, funcionaron como cóctel explosivo en la mente, más allá de que el dolor era ya insoportable. A la altura del United Center, cerca del km 25, entendí que al único pacer que ahora debía seguir -ahora y siempre- es a Dios. Seguirlo para concretar lo que tanto había soñado incluso hace varios años, cuando empecé a correr con muchos kilos de más y una vida sedentaria y viciosa: terminar mi primer maratón.

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Hace algunos días, todavía en Windy City, volví a Grant Park. Primero, sentí mucha emoción por volver ahí aunque me costaba relacionarlo con aquel día. También sentí nostalgia. Mi viejo tenía razón: “Disfrutalo porque pasa rápido”. Vacío de gente y calmo en toda su dimensión. Caminé primero por Columbus Drive y reviví esa llegada aunque con sabor encontrado: me habría gustado llegar tirando al doblar la esquina, dejándolo todo. En realidad sí que lo había dejado todo, había hecho hasta dónde podía. Ese día no podía más que eso y una vez más me dije que así había estado bien. Como dice mi novia, no estuvo ni cerca de lo que había imaginado. Fue distinto, especial. Y desde donde vengo, por lo que fui, llegar hasta ahí había sido superador.

También volví a donde una hora después me encontré con Estefania. Reviví ese momento de angustia y felicidad al mismo tiempo. Estefania era mi mejor premio, mi mejor versión. Mi mayor logro como hombre. Estar en Chicago con ella fue hermoso. Aquella carrera hoy un tanto lejana, fue hermosa a su lado. Pienso que dios, desde hace algunos meses fue poniéndome pequeñas dificultades en el camino de la preparación para volverme mejor corredor, a la vez que me daba las herramientas sufucientes para enfrentar un desafío un poco loco: debutar en 42 km y en una Major. Había logrado lo primero, estaba en continúo proceso de aprendizaje para lo segundo. Dicen que nunca se termina de aprender. Dicen, también, que siempre hay tiempo para cumplir tus sueños. Este fue sólo un capítulo más, un maravilloso capítulo más. El primero de muchos en mi libro. Ya doblando hacia Michigan Avenue entonces llegué a una nueva conclusión: quiero volver a escribir un nuevo capítulo en Chicago habiendo aprendido muchas lecciones, pero sobre todo una: nada es como uno imagina. Es diferente. Y al final, es mejor. Es el maratón, y es la vida.

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