Mi Maratón de Buenos Aires, mi revancha

Por George Blanco

Poder dice que un año comenzó muy mal y terminó muy bien no es cosa fácil. Sobre todo cuando se trata de nuestro cuerpo, de nuestra salud, de nuestra mente. Lo que a él le sucede no es algo matemático, ni se puede controlar. Menos puedo saber cuánto demanda una recuperación. Mi 2017 empezó así, muy mal. Los que me siguen en mis redes sociales algo sabrán, aunque haya sido a cuenta gotas. En noviembre corrí el Maratón de Nueva York , los cuarenta y dos kilómetros más convocantes del mundo que sin embargo, para esa edición, a mí no me habían convocado. La había soñado, como cuando comencé a correr, pero no estaba preparado. Cuando me escribo, allá por marzo de 2016, todavía no he podido encontrar mi primera experiencia, en Chicago, en octubre de 2015, y creo que esto de correr mañana es algo más cotidiano, que puede tomarme la revancha en un maratón cuando tu quisiera . Mi 2016 había sido estresante en muchos aspectos, con un abandono en el maratón de Rosario por problemas estomacales (posiblemente el comienzo de mi enfermedad) en medio. No era el momento indicado, pero yo estaba decidido a dármela una vez más con la pared. El resultado de Nueva York fue este relato , aunque ahí, cuando lo escribí, en caliente, no sabía el calvario que vendría después.

En el Top of the Rock, el día después del maratón de Nueva York

En diciembre de 2016 me diagnosticaron un hiper tiroidismo galopante, tan normal como difícil de detectar en análisis de rutina (solo se detecta con hormonas, ¡Háganse análisis!). Cuando entré al consultorio de la Dra. Fernández me miró, me tocó el cuello y casi que no tuvo que pedirme análisis . “Vos tenés un hiper tiroidismo que no sé cómo te dejó correr un maratón” . Le expliqué que no lo había corrido con las piernas, que lo había hecho como había podido y con el corazón. “Si- me dijo- , pero el corazón en Nueva York tranquilamente se te podría haber parado”. Me callé de la vergüenza que aquello me había generado. No había sido inteligente, había sido un boludo y lo que es peor, había jugado con mi vida. Aquella enfermedad casi me cuesta todo, literalmente. Había ido a correr a Nueva York, una ciudad increíble, había vuelto con la medalla, pero casi me cuesta la vida y me quita lo más importante. Mi novia me lo había advertido y yo no le había hecho caso. En diciembre, cuando levanté la copa para brindar y despedir el año, recuerdo que no pedí volver a correr un maratón en mi vida. Pedí -nada más y nada menos- que por mi salud. En enero comencé a medicarme. Empecé el tratamiento con 68 kilos, temblores, granos, taquicardia, euforia, faltta de energía, depresión, desvaríos emocionales, histeria, miedos. Un combo bastante explosivo que además, lógicamente, no me dejaba siquiera trotar. La única certeza que tenía era que no estaba solo, conmigo estaba Estefania, no me iba a dejar caer pero tampoco podía hacer algo que yo no estaba dispuesto. Me tenía que curar solo. En el medio, en enero de este año y en un leve ascenso en mi recuperación, me apareció un tumor en la glándula. Pero yo ya estaba recuperándome y no iba a dejar que nada cambiara los planes. Después de una punción, me diagnosticaron el quiste como benigno: podía convivir con él y llevarlo a todas las carreras que sabía volvería a correr, aunque nunca pensé que en 2017. Mi glándula y yo, entonces, hicimos un pacto. Ella no molestaría, yo no cometería locuras. Del trato participó como testigo mi novia y allá seguimos, mejorando día a día.

En febrero empecé a trotar muy despacio y con intervalos para manejar la ansiedad. Estaba muy lejos de volver a correr fuerte, pero aceptaba que esta era una etapa bien diferente, que no debía compararme con mi etapa anterior sino con el presente, y que luchaba por ser alguien nuevo. Luchaba por volver a ser feliz. Y la felicidad iba de la mano con la posibilidad de correr, no había otra opción. Para marzo, el trote se había transformado en corridas más largas y a ritmo. Gracias a la medicación había subido bastante de peso pero poco importaba, por no decir nada. Estaba más fuerte, estaba volviendo a ser feliz. Había acomodado mi vida personal y ahora sí podía, después de haberme ordenado, empezar de nuevo este largo camino. Corrí mi primera carrera en mucho tiempo, 9k en algo así como 36 minutos, lo que me dio una buena perspectiva para anotarme, un mes y medio después, a los 21k de Rosario, carrera que había sido mi debut en la distancia. Ahí fuimos con Estefania, que también corrió, y Rodrigo Pozzi, un amigo, un hermano. Corrí en 1:28 y monedas, debajo de una hora y treinta minutos, como me lo había propuesto. Era la confirmación de aquella suposición: estaba de regreso, más fuerte, más maduro. Había vuelto a empezar, mi corazón latía normalmente y mis piernas corrían más sueltas.

En Rosario con Estefania, después de correr ambos el medio maratón

Con Leo Malgor, mi entrenador, que me bancó en los momentos de mayor incertidumbre, nos planteamos correr el medio maratón de Buenos Aires, en septiembre. Era claramente parte de un progreso natural y no tuvimos dudas -en especial él- de que saldría bien. En medio corrí una carrera de 10k en 39 minutos, lo que me devolvió la confianza y la certeza de que además de fuerte, estaba rápido nuevamente. En septiembre y con mi glándula totalmente estable pastillita mediante, corrí los 21k de Buenos Aires, donde mi mejor registro fue 1h21m21s, hace tres años. Esta vez el objetivo era distinto pero no por eso menos cautivante: correr debajo de 1:28. El resultado fue 1h25m51s y lo mejor, con excelentes sensaciones.

Volver al maratón

El martes que siguió al medio maratón la pregunta acechaba. Mi entrenador no dudó y a la semana siguiente estaba anotándome en el Maratón de Buenos Aires. Sus razones eran bien simples y concretas: en los últimos cinco meses había competido en buena forma, había entrenado bien, con muy buenas sensaciones y ritmos y lo más estimulante, mi cuerpo respondía de manera excelente en los fondos y pasadas largas, tanto en el durante como en el proceso de recuperación. Al principio me mostré dubitativo pero después me convenció. Haríamos tres semanas de preparación específica con los respectivos fondos largos y llegaría en buena forma. La idea no era buscar marca, sólo buenas sensaciones y terminar bien una distancia que hasta ahora me había dejado algunos sinsabores en Chicago y una traumática maratón en Nueva York. El entrenamiento de ese mes previo al maratón no fue más que el epílogo de un gran ciclo que comenzó en mayo. El ritmo en los fondos no mermó después del desgaste de las carreras previas, todo lo contrario. Tampoco cedió la velocidad (que se entienda, la velocidad que yo puedo afrontar, je) y de la expectativa por correr mi tercer maratón pasé a la ilusión de que haría una gran carrera, y que sobre todo podría terminarla bien, que era lo que principalmente quería.

La carrera

El fin de semana de la carrera se complicó un poco al comienzo y por razones muy ajenas al entrenamiento: una asamblea de Aerolíneas que casi cancela mi vuelo de ida, pero que finalmente sólo lo demoró. Esta vez me tocó viajar solo ya que Estefania no pudo hacerlo. Aunque sabía que la extrañaría mucho, era una oportunidad para encontrarme mano a mano conmigo mismo después de todo lo que me había tocado vivir. Así fue. El sábado previo transcurrió tranquilo, con buenas horas de sueño y relajado. Elegí un libro de Adharanand Finn para saciar la espera, “La senda del corredor”, que habla de su experiencia en Japón para correr un ekiden y adentrarse en el mundo del running de ese fascinante país. Las comidas fueron las normales antes de una carrera de larga distancia: fideos, fideos everywhere. Primero el viernes a la noche con mi amigo Damian Allende, con quien además compartíamos plan de carrera, luego el sábado al mediodía con otro amigo, Vicente Polimeni, que corría su primer maratón y luego el sábado a la noche en un barcito de Balvanera. Como les comenté, con Damian teníamos un plan y en ese domingo que amaneció despejado, con buena temperatura, decidimos ejecutarlo. Damian es como un hermano para mí, pero ese día, además y con toda mi ansiedad de inexperto en maratón, sería mi guía.

Saldríamos a correr a 4:25 y los dos primeros kilómetros, a través de Figueroa Alcorta, salieron a la perfección. Cuando doblamos por Libertador, envalentonados por esa ancha avenida y por el ya consumado amanecer, decidimos apretar levemente y poner ritmo crucero hasta por lo menos la subida a Diagonal Norte. Así nos encontramos en el kilómetro diez en Casa Rosada, recibiendo botella de agua de manos del gran Antonio Silio(récord argentino en diez mil, medio maratón y maratón, no importa cuando leas esto) mediante, con el tiempo que estipulábamos, 43 minutos largos. De ahí en adelante el ritmo comenzó a apurar, con parciales por debajo de los 4:20, hasta la autopista Illia, que con sus falsos llanos obligó a cuidarnos un poco. La Boca me infló el pecho del orgullo, me trajo recuerdos frescos sobre mi viejo, mi hermano, amigos bosteros y buenos momentos de mi adolescencia. No me acordaba exactamente la altura de Brandsen en donde me encontraría la Bombonera, así que dejé sorprenderme y así fue. Primera vez con los ojos llenos de lágrimas en la carrera. Cuando doblamos por Pedro de Mendoza el sol nos pegó un poco en la nuca y fue un aviso de lo que vendría más tarde. A su vez, bajé muy poquito el ritmo, sin despegarme tanto de Damian. La rápida primera parte amagaba con pasarme factura. Busqué el aire (ya había tomado el primer gel) y continué tomando y mojándome de cada puesto de agua que encontraba en el recorrido. En Puerto Maderollegamos al punto de medio maratón (segundo gel), que pasamos en 1:44 y monedas, apenas segundos por arriba de lo que nos habíamos planteado. Por primera vez le dije a Damian que se fuera, que no desechara su carrera por la mía. Me incentivó a seguirlo y así continuamos, palo y palo hasta el 25. Seguíamos pasando cada mil en menos de 4:30 y por encima de los 4:10. En el 26 todo decantó solo, Damian me miró: “Jorgito, me voy, no le aflojes”. Le asentí con un “Daleee” en forma de arenga. Fue lo mejor para ambos, porque yo ya había perdido el miedo, evacuado mi ansiedad maratoniana y porque necesitaba encontrar mi ritmo hasta el final. Y él, obvio, tenía que hacer la suya. En el km 28 mi ritmo era promedio 4:35, sabiendo que iba a pagar arriba pero que el split positivo me daría una gran marca si es que podía aguantar, algo que no es recomendable en todos los casos.

Kilómetro 28 del Maratón de Buenos Aires

Hasta el 30 me sorprendí de no bajar tanto el ritmo, pero en el 32 empezó esa especie de calvario de todo maratonista, calvario que el año pasado había sido de terror pero que esta vez me encontraba con fuerzas y cabeza. Promediando ese 32, llegó el muro y los isquios de la pierna derecha se me entumecieron, sentí que se convertían en una tabla que me obligó a parar. Hice todo lo que un maratonista (alguien que no es normal) hace cuando le llegan los calambres. Lo mojé, lo masajeé, lo re putié y le pedí que no parara ahora. Además, un poco antes había tomado el tercer gel y a los pocos metros de parar un oasis lleno de bananas apareció frente a mí. Comí media, para no sobrecargar mi estomago ya lleno de geles, agua y Powerade, y aflojó. Seguí, ya con un ritmo de casi 45 segundos por encima pero con la certeza de que igual estaba en camino. Lo que siguió luego es parecido a un cuento de fantasía del que, como corresponde, no me acuerdo mucho. El maratón es un pasaje de estados de ánimo disimiles y pensamientos que van desde la lógica y el raciocinio hasta la locura, sin mencionar la cantidad de diablitos y fantasmas que aparecen pidiéndote tirarte a un costado. Vi por lo menos dos aviones salir de Aeroparque, cuando pasamos el 35, y deseé con fuerzas estar en alguno de ellos volando hacia Córdoba. Recité mantras de todo tipo, le susurré a Estefania que a esa hora sufría frente a su computadora con la precaria transmisión oficial de la carrera, a mi vieja, a mis abuelos en el cielo, a todos los santos. Me pasó gente, mucha, pero también pasé a muchos que ojalá la hayan podido contar, como yo. Odié la música de las banditas al costado, el olor a parripollo y patys de la vereda del Río de la Plata y ni que hablar cuando entramos a Ciudad Universitaria. Ya la tenía adentro. El Puente Labruna, ese puentecito que tiene una subida que es 1/8 de las lomas en las que entreno en el Pan de Azúcar de Villa Allende, en aquel momento me pareció el Everest. Más que correrlo lo surfeé, para retomar Figueroa Alcorta y recorrer unos seiscientos metros, cuando finalmente apareció ese bendito y hermoso arco de llegada. Cuando lo crucé, a duras penas fui hasta la carpa del profe Diego Santoro, que amablemente había cuidado nuestras cosas, y llamé llorando a Estefania primero, y a mi vieja después.

Con Damian (primero desde la izquierda) corriendo en la autopista

Terminó el maratón de Buenos Aires para mí. Mi tiempo oficial fue 3h23m34s, por más de treinta minutos mi mejor registro en la distancia, hace dos años en Chicago . Más allá del reloj, siento que la vida me cambió todavía un poquito más. Más allá de lo que yo pasé, entendí que con el maratón no se jode, que para poder enfrentar la distancia hay que madurar, como el corredor pero como persona . Y que particularmente en estos meses, además, me tocó aprender mucho de un largo proceso de aprendizaje, de momentos de mucha vulnerabilidad que lejos de tirarme, me hicieron más fuerte. Siento más fortaleza, siento que conocí una nueva versión de mí mismo, que exploré mi cuerpo pero sobre todo mi mente, y que estoy orgulloso del camino recorrido. Como dice Steve Magness (ex compañero de equipo del Proyecto de Oregón, entrenador y prestigioso escritor) en su último libro, lo más importante de correr es sentirse “Más fuerte, más sabio, más maduro” . Vamos por el 2018!

  • Hay detalles tanto del proceso como el de la recuperación que me reservó para mi libro, que saldrá próximamente y que espero todos ¡leer! 😎

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.