New York City Marathon 2016 en primera persona

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Cincuenta mil personas saliendo desde Staten Island, cruzando por el Verrazano para llegar a Brooklyn y comenzar el recorrido por Brooklyn. Cuando sonó “New York New York” de Frank Sinatra y posteriormente el disparo de largada a trescientos metros de donde yo estaba, recuerdo que cerré los ojos para prepararme. Fue la primera vez de muchas en donde, incrédulo, cerraría los ojos incrédulo de donde estaba.

Cruzamos el Verrazano y la emoción me invadió con más fuerza en una historia que había empezado a las 5:45, con el ferry a Staten y su magnífica vista del skyline de Lower Manhattan. El puente, me habían recomendado, debería cruzarlo arriba de mi ritmo y más contemplando la vista de Manhattan que preocupado por lo primero. Y así fue. En Brooklyn, por la Cuarta Avenida, comenzó la segunda parte de una fiesta inmensa. Cientos de bandas musicales en la calle, performances y miles de corredores que buscábamos las manos de chicos y grandes para  guardar aliento. Hasta ahí, venía todo según lo planificado. Un ritmo de 5/km, cómodo y bien de pulsaciones. Mi idea previa sea disfrutar al máximo de la experiencia de correr el maratón más grande del mundo. Había tenido -y tengo- un año realmente malo, con sólo dos competencias previas a Nueva York, lesiones y bajones físicos. Para mi correr en los five boroughs era un regalo.

Para después de los primeros Díez km, cuando ya estábamos en la calle Lafayette, todavía en Brooklyn, mi cuerpo ya no era el mismo. Sentía que me empezaba a quedar sin reservas y las piernas me pesaban más de lo debido. Sí, me faltaban treinta kilómetros. Pensando en mi novia, en mi familia, mis amigos y en Dios, ahí es cuando decidí bajar estrepitosamente mi ritmo para simplemente poder llegar. Entrar y recorrer Queens fue una mezcla de suplicio y emoción constante. A esa altura, ya había parado para recuperar algo de fuerza y me había hidratado en todos los puestos. El Queensboro me agarró en un momento muy malo, mareado. Me costaba moverme pero ahí fui, lo cruce como pude, custodiado por otra imponente postal de Manhattan. Ya en la isla, doblamos por la First Avenue y ahí sabía que iba a encontrar mi bálsamo: Estefania estaba esperándome en la esquina de nuestro departamento, en la 1º y 66. A esa altura, venía en el kilómetro 24 o 25 y mi estimación ya era por encima de las cuatro horas. Nos encontramos, me dio para tomar y le prometí terminar: no pasaba por mi cabeza otra cosa.

En Manhattan todo fue sensorial, ya desde hace rato no había tiempo que valiera. En el kilómetro 28, antes de cruzar al Bronx y cuando sentía que la meta estaba cada vez más lejos, me encontré con Juan, un chico de 20 años, argentino, que debutaba en maratón. Él estaba igual que yo, estábamos acalambrados y empezamos a caminar y trotar juntos ya entrando por la primera hacia Harlem. Juan no me abandonó, aunque yo quería que él siguiera. Recién cuando volvimos desde el Bronx a Manhattan por la Quinta Avenida, nos separamos. Particularmente, pienso que ese tipo de encuentros se da en momentos especiales, que así tiene que pasar. Y entonces puedo decir que hice un amigo en Nueva York.

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Lo que pasó en la Quinta Avenida fue emocionante desde que entramos hasta un par de horas después. No pare de llorar sabiendo que ya estaba, que iba a llegar. En más de cinco horas y cargado de problemas, pero que iba a llegar. Y es a lo que iba. Recorrimos más de seis o siete kilómetros en la calle más famosa de Nueva York para finalmente ingresar al Central Park, donde hacíamos el último tramo para doblar en Columbus Avenue hacías llegada en Tavern on the Green. En el kilómetro 41, para agregarle un condimento más especial aún, encontré a Estefania, que me había estado esperando en ese punto y que un rato después lloraría conmigo de la emoción pero también del susto. Corrí con ella a través de una valla, entre cientos de personas haciéndonos el aguante pero sintiéndome solo con ella, como si estuviésemos corriendo juntos por Villa Allende o Córdoba.
Y ahí estaba la llegada, que había visualizado tanto durante meses y los días previos, que se había convertido en prácticamente inalcanzable pero que ahora estaba ahí, esperando que cruzáramos y que nos convirtiéramos en finisher del maratón de Nueva York.

En total, fueron cinco horas y veinticinco minutos de sufrimiento, poco menos de dos horas de mi mejor tiempo (mi único tiempo) en maratón. La verdad es que tengo muchas explicaciones del por qué de mi rendimiento y de la caída que he experimentado en el último año y medio. Pero también es verdad que sonarán a excusas. Sólo puedo decir que en Nueva York 2016 mi único premio y objetivo era llegar como fuere, y que en un año realmente malo como corredor este maratón no sería ajeno. Llegué como pude y eso para mí es meritorio, me genera orgullo pero también necesidad de tomarme un tiempo para recuperarme. Sé que volveré a correr pronto este maratón y que tengo muchos por delante y ahí si, podré correrlos bien, como yo sé que puedo hacerlo. Lo que también sé es que tengo colgada la medalla de mi segundo major después de Chicago, de la carrera que siempre soñé y que a partir del domingo seis de noviembre me cambió la vida.

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